jueves, 21 de agosto de 2008

Un café por favor.-


Caminaba él por aquella angosta vereda, mientras encendía un cigarrillo hacia el cielo oscuro que en ese momento había sido desmantelado de sus estrellas, y pensando cuántas veces había pasado por ese mismo lugar, y cuántas cosas ahí mismo sucedieron. Miró ese viejo poste que lo afirmó en esas noches descontroladas, dio unos cuantos pasos más y encontró el café que lo alojaba en aquellos días fríos y lluviosos del invierno, donde las bufandas no son más que un simple adorno para el cuello, ya que no alejaban los hielos de la garganta. Se acercó, miró por la ventana y estaba el mismo señor de apellido González que servía el más exquisito café de la ciudad, recordaba gozosamente, mientras apresuradamente buscaba en sus bolsillos algunas monedas, y con el pie sujetaba la puerta que un cliente acababa de abrir. Su sombrero cayó en la mesa y se sentó exactamente en el lugar que solía utilizar, al lado de la ventana, así podía satisfacer su adicción al café y su extraña manía de mirar los autos pasar y anotar en la servilleta cuantos y de cuantas marcas pasaban en un lapso de una hora por esa calle. Levantaba ahora airosamente su mano para pedir al señor González una taza del preciado café, pero no le respondían. Otra de las grandes manías que aquel hombre tenía era la impuntualidad. Miraba su reloj cada cierto tiempo, y alejarse de el era como alejarse de una parte importante de su cuerpo, así que mientras golpeaba la mesa con su dedo repetitivamente miraba su reloj y luego hacia el viejo mesón de madera de pino en la que estaba el señor González contando el dinero de la caja. Ya un cuanto alterado por la demora levanta la mano mucho más alto, ya que pensó que probablemente la edad de don González había repercutido en sus sentidos. Intento con llamarlo, pero tampoco sucedió nada. Ya ofuscado por la demora se siente un poco más relajado al ver pasar por la ventana a un hermoso porsche clásico, y pensó que no podría ver de nuevo por esas viejas calles otro automóvil de esas características así que emocionadamente anotó en su servilleta el modelo de aquel automóvil. Volviendo la mirada al mesón vio a don González sentado mirando hacia la puerta, un cuanto afligido ya que no había ningún otro cliente. Fue entonces cuando el hombre ya enojado por la tardanza mira al señor González y le dice -¿señor puede atenderme?- con un tono un tanto agresivo, a lo que el señor González le responde con el silencio del local, sin ni siquiera inmutarse de aquella pregunta. Ahora el hombre un cuanto extrañado por la respuesta del señor González camina hacia el mesón para poner las manos en la mesa y decir –un capuchino por favor – a lo que el vendedor no reacciona. Ya encolerizado grita frente al dueño del café y con una mano intenta apretar el brazo de aquel hombre inmune a los gritos. Fue entonces cuando se percató este hombre de algo extraño, intento golpear la mano del vendedor, golpear su cana cabeza o darle una palmada en el pómulo. Nada. No podía tocarlo, era como si su mano fuera una tenue brisa que movía los blancos cabellos de aquel hombre sentado mirando hacia la puerta, viendo como nadie más que los fantasmas caminaban por aquel antiguo café de esa antigua y angosta calle, donde los autos lujosos no frecuentan, y los espíritus como el de aquel hombre lloran por una sola taza de café.-


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